lunes, 24 de octubre de 2011

SIEMPRE HABRA VASOS VACIOS…


Estuve catorce esperando un mensaje de texto que diga: “cómo viene tu viaje loquita”. Nos conocimos en agosto, pero nos besamos en septiembre. Nunca imaginé que el destino tenía algo así para mí. Por primera vez viví una primavera. Sólo una primavera.

En marzo corté un relación de mucho años; muchos. Estaba segura de lo que hacia. Pero la seguridad era propia de un momento visceral de mi vida, donde estaba cargada de odio y de bronca. Hacía años que vivía con la contradicción de que tenía novio, pero en la relación-noviazgo los roles no estaban muy claros. Él era especial. De todos modos, yo lo amaba.

Cuando conocí al chico del bar, yo no quería conocer a nadie. Los hombres no me interesaban y hacia cinco meses que me habían extirpado “al amor de mi vida”. Pero con él me pasó algo que jamás me había sucedido. Principalmente me regaló esperanzas de saber que otras personas existen, que es posible volver a enamorarse, que es hermoso conocer gente nueva, y que con las historias de la vida de gente ajena a tu rutina podes aprender mucho. Empecé a ver la realidad con otros lentes: era muy optimista.

No quiero redundar mucho en él, en su personalidad, en su particularidad que me dejaba perpleja- para bien o para mal después de cada conversación- solo quiero contar el efecto que causó en mi existencia, en ese momento particular de mi vida.

Yo tenía el corazón roto, literalmente roto. Esa canción que dice “sentiste lo q es tener el corazón roto…” etc etc. Bueno viví en carne propia eso por meses. Algunas pensarán: “bueno, qué extremista” pero las enamoradizas saben comprender, y la gente que pasó por lo mismo, también.

Con el corazón roto (el pecho me dolía, desde la garganta hasta mis tetas, en línea recta), salía por inercia con gente para no llorar. Esa noche estaba completamente colgada en el bar mirando una columna, mirando el brillo de las botellas de whisky en la estantería más alta de la pared de la barra. Alguien me choca con una botella, me dí vuelta sin ninguna intención, y era él que me dijo algo al oído (es común hablar al oído en el bar). La verdad que no entendí lo q me dijo. No había escuchado. La amiga con la que estaba (la otra se estaba besando a un flaco) empezó a hincharme con qué me había dicho. Yo seguí sin importancia la situación.

Luego, me insistían bastante con que me lo había levantado. Yo con mucha ingenuidad dije: “ay, es lindo”. No me creía capaz de gustarle a nadie.

Desde ahí se inicio una relación muy rara y corta con una persona del sexo masculino, muy viril. Esto me molestaba un poco. Pero como yo estaba tan angustiada, y él me devolvió las ganas de reírme, nada de lo que decía me afectaba. En realidad, sí me afectaba. Como yo estaba saliendo de una relación muy larga, no me quise mostrar con él muy exigente. Tampoco él lo hubiese permitido. Él hacía lo que quería cuando quería: él no veía obstáculos.

Es como que me sumergí en su locura, sabiendo que corría cualquier riesgo. Sabía que un día me llamaba a mí, pero nada era seguro. Y ese riesgo era el que corría por elegir la intensidad de los momentos que compartíamos. Porque es esa intensidad lo único de lo que estoy segura que nos pasó a los dos. Por eso prioricé vivir el día a día, porque era tal la energía que me transmitía, que tres meses de charlas y besos (sólo eso) vibraron más en mí alma que cuatro años de novia. Yo lo quería y lo aceptaba como era.

Y así, tuve- siendo consecuente con migo misma- que aceptar que no me preguntara por mi viaje, ni por mí. Cuando volví me dijo que se había puesto de novio, con esa chica que me había dicho que andaba…


M.

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